domingo, 16 de agosto de 2015

Rebosa la llegada de plata

Fumo. Fumo demasiado. Me consumo antes de tiempo. No vivo ya para el drama, ni siquiera me recuesto a sus pies en las noches frías. Ahora simplemente me sostengo en no hacer nada y me dejo llevar. Entre una humareda victoriana y una tos incipiente, seca y áspera. Fumo porque no sé hacer otra cosa. Me sumerjo, me desoigo y no escatimo en saliva. Fumo porque tengo miedo, y fumo por la victoria. Suenan cascos de batalla de fondo. No soy nadie, he huido en diversas direcciones y mis manos están con marcas profundas de cortes de desgarrarme la piel de tanto enredarme en la sombra. Fumo porque al menos así agarro y muerdo una boca ajena... 

(Garganta a dentro), (Garganta adentro).

...y unos labios...

 (Garganta fuera) (Garganta ardiendo)

Fumo, esquilmo mis arterias con la saña del que no controla el vicio, y no vicio mi visión. Pues siempre veo. Pero no oigo, como habiendo perdido los tímpanos en una explosión muy lejana. En alguna batalla o amotinamiento. Ya no escucho como late un corazón acelerado por la pasión, ni el pánico, de ataque mortal. Ya no puedo resumir mi corazonada a evitar equivocarme. Cargo de tabaco negro de vainilla la pipa, aseguro con una mirada rápida que mis zapatos están atados, inspiro con fuerza y dejo que el alma condensada de todos los sueños errantes lo abarque absolutamente todo. Fumo, mientras espero que llueva y así el vaho y el humo se alíen contra el frío de la calle. Aspiro, jalo, imprimo un cupón de descuento al infierno en mis pulmones; Hago reposo de mitologías obsoletas, pierdo la conjura de los necios, calzo un 42 o 43 y siempre que puedo me pierdo. Piso el barro, los charcos, lanzo cerillas ennegrecidas dentro de las alcantarillas y cada vez que me cerca un mal pensamiento aguanto la respiración y aprieto los puños. Aprieto el corazón contra el suelo.

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