miércoles, 16 de julio de 2014

El Dorado

El espejo frente a mí. Lleno de manchas, reflejos en negro de mí mismo. Un espejo agrio, resultante del paso abrupto del tiempo, del descuido, el afán por golpearlo todo. Yo, desnudo, sin apenas luz, aunque desde la calle las farolas encendidas alumbran hacia dentro, dejando en reverberación la afirmación de que la oscuridad es asumida y no obligada. Un yo, tembloroso y lleno de arañazos, interiores o externos, qué más da. Un yo, abatido, cansado y sin apenas reflejo. Con la mirada fija, en la parte superior del cristal, mirando con desdén, si puede usa palabra, lo que rebotaba de vuelta. Juventud. Juventud en pulso con la tentadora inconsciencia de acabar tatuado por una vida, en marcas, cortes, cicatrices, sin más interés que el insano sinsabor de quedar plasmadas. Un mapa de carne y músculos. Un mapa sin puntos concretos, sin puntos g, sin puentes levadizos. Quieto, casi inerte, parado frente al mismo. Mirándome como quien mira algo que nunca ha visto pero que le suena. Con la duda del que duda. Sin saber si a ciencia cierta, es el cuerpo el templo del alma, y si cuando el alma ebulle, el cuerpo se empieza a pudrir. Como una manzana a la intemperie, como el sueño desenfrenado de la vigilia. El ego da un paso atrás, no es eso lo que prima. La sensación del que divisa desde el mástil colono del conquistador tierra árida, y desiertos de arena sobre arena. Cierro los ojos. No ver nada me relaja. Giro la cabeza y me quedo con la vista clavada en la ventana, que tras unas cortinas rojas deja entrar un poco de luz. Un baño leve de fuegos fugaces entre tanta oscuridad.
.Oscuridad.
..Oscuridad..
…Oscuridad…
La boca se me hace agua al pensar que quizás ese Dorado que tanto obsesionó a Pizarro, que tanta leyenda ha hilado en torno al sueño de la vida eterna, del oro prometido, de la conquista del paraíso, no quedaba lejos de ser otra mera leyenda. Me miré el pecho, sin apenas vello, ni abdominales marcados, y empecé a intuir un destello dorado. Alsacia y Lorena entre mis costillas, junto al corazón, y yo sin tener ni idea. Golpeé con mi cabeza el espejo y al tercer intentó conseguí romperlo por una de sus partes. Cogí un pedazo de cristal, uno bien afilado, recién tallado a golpe de mente y me lo clavé en la mitad exacta y simétrica del torso. Harakiri de profética desgracia. Me removí la cría de espejo, en espejismo prolongado, a lo largo de la piel, formando un corte profundo. La sangre brotaba como buscando un lugar donde esconderse en cascada hacia el suelo. La luz seguía tras de mí, el espejo, o lo que quedaba intacto del mismo. Me fui muriendo sin pausa. No por perder el aliento fui desprendiendo menor reflejo. No había oro en mis entrañas, ni tierra prometida que valiera la pena mencionar. Sólo sangre y hueso. Una genuflexión frente a la santa muerte, con los ojos sobre los ojos, con los ojos sobre los ojos…


La violencia de una juventud desatada en manos de una fuerza menor. El sueño ininterrumpido en un hilo de aliento, extinguiéndose de forma paulatina. El vaivén de la ética existencial a un paso del suicidio. Los acantilados del fin del mundo al otro lado del espejo. Olas entrechocando, rocas en pie de espuma, y el viento caliente que emana de un sol en vísperas de clímax. El olor de la noche, el olor a vidrio roto, astillas de grano. Sólo queda el sonido, los ojos están demasiado cansados. Un sonido a nueva era, un renacer confuso donde no hay certeza inequívoca ni rastro del pretérito perfecto. El vuelo de un ángel sobre mi cabeza. Un ángel de plumas grises y pico curvado. El mismísimo rey de los cóndores, sobrevolándome. Un cuerpo joven tendido, yaciendo bajo la sombra del sino carroñero. Huele a azufre y a cera derretida. La farola del exterior ya sin luz imposibilita las sombras chinescas a través la cortina amatista. La sangre en alfombra de terciopelo. Babilonia en terciopelo rojo. Sujeto el último pedazo del espejo con la fuerza del que se niega al abandono. Mi cuerpo se desprende del alma mientras se va secando como una rosa de Jericó proveniente del desierto. Me quedo sin salivo. Me quedo. Apoyo la cara al suelo. Vienen los indios. EL cóndor se posa sobre el espejo observando mi cuerpo, que en baile epiléptico boquea en busca de aire. Me conformo con la luz que emite el reflejo roto de cualquiera de los pedazos de mi ira. Ni todo el oro de la entrañas de la tierra puede asemejarse a la conquista de la tierra prometida, del conocimiento sin causa aparente, del exilio del miedo o la ilusión de la vida eterna. El sol.