El espejo frente a mí. Lleno de manchas,
reflejos en negro de mí mismo. Un espejo agrio, resultante del paso abrupto del
tiempo, del descuido, el afán por golpearlo todo. Yo, desnudo, sin apenas luz,
aunque desde la calle las farolas encendidas alumbran hacia dentro, dejando en
reverberación la afirmación de que la oscuridad es asumida y no obligada. Un
yo, tembloroso y lleno de arañazos, interiores o externos, qué más da. Un yo,
abatido, cansado y sin apenas reflejo. Con la mirada fija, en la parte superior
del cristal, mirando con desdén, si puede usa palabra, lo que rebotaba de
vuelta. Juventud. Juventud en pulso con la tentadora inconsciencia de acabar
tatuado por una vida, en marcas, cortes, cicatrices, sin más interés que el
insano sinsabor de quedar plasmadas. Un mapa de carne y músculos. Un mapa sin
puntos concretos, sin puntos g, sin puentes levadizos. Quieto, casi inerte,
parado frente al mismo. Mirándome como quien mira algo que nunca ha visto pero
que le suena. Con la duda del que duda. Sin saber si a ciencia cierta, es el
cuerpo el templo del alma, y si cuando el alma ebulle, el cuerpo se empieza a
pudrir. Como una manzana a la intemperie, como el sueño desenfrenado de la
vigilia. El ego da un paso atrás, no es eso lo que prima. La sensación del que
divisa desde el mástil colono del conquistador tierra árida, y desiertos de
arena sobre arena. Cierro los ojos. No ver nada me relaja. Giro la cabeza y me
quedo con la vista clavada en la ventana, que tras unas cortinas rojas deja
entrar un poco de luz. Un baño leve de fuegos fugaces entre tanta oscuridad.
.Oscuridad.
..Oscuridad..
…Oscuridad…
La boca se me hace agua al pensar que quizás
ese Dorado que tanto obsesionó a Pizarro, que tanta leyenda ha hilado en torno
al sueño de la vida eterna, del oro prometido, de la conquista del paraíso, no
quedaba lejos de ser otra mera leyenda. Me miré el pecho, sin apenas vello, ni
abdominales marcados, y empecé a intuir un destello dorado. Alsacia y Lorena
entre mis costillas, junto al corazón, y yo sin tener ni idea. Golpeé con mi
cabeza el espejo y al tercer intentó conseguí romperlo por una de sus partes.
Cogí un pedazo de cristal, uno bien afilado, recién tallado a golpe de mente y
me lo clavé en la mitad exacta y simétrica del torso. Harakiri de profética
desgracia. Me removí la cría de espejo, en espejismo prolongado, a lo largo de
la piel, formando un corte profundo. La sangre brotaba como buscando un lugar
donde esconderse en cascada hacia el suelo. La luz seguía tras de mí, el espejo,
o lo que quedaba intacto del mismo. Me fui muriendo sin pausa. No por perder el
aliento fui desprendiendo menor reflejo. No había oro en mis entrañas, ni
tierra prometida que valiera la pena mencionar. Sólo sangre y hueso. Una
genuflexión frente a la santa muerte, con los ojos sobre los ojos, con los ojos
sobre los ojos…
La violencia de una juventud desatada en
manos de una fuerza menor. El sueño ininterrumpido en un hilo de aliento,
extinguiéndose de forma paulatina. El vaivén de la ética existencial a un paso
del suicidio. Los acantilados del fin del mundo al otro lado del espejo. Olas
entrechocando, rocas en pie de espuma, y el viento caliente que emana de un sol
en vísperas de clímax. El olor de la noche, el olor a vidrio roto, astillas de
grano. Sólo queda el sonido, los ojos están demasiado cansados. Un sonido a
nueva era, un renacer confuso donde no hay certeza inequívoca ni rastro del
pretérito perfecto. El vuelo de un ángel sobre mi cabeza. Un ángel de plumas
grises y pico curvado. El mismísimo rey de los cóndores, sobrevolándome. Un
cuerpo joven tendido, yaciendo bajo la sombra del sino carroñero. Huele a
azufre y a cera derretida. La farola del exterior ya sin luz imposibilita las
sombras chinescas a través la cortina amatista. La sangre en alfombra de
terciopelo. Babilonia en terciopelo rojo. Sujeto el último pedazo del espejo
con la fuerza del que se niega al abandono. Mi cuerpo se desprende del alma
mientras se va secando como una rosa de Jericó proveniente del desierto. Me
quedo sin salivo. Me quedo. Apoyo la cara al suelo. Vienen los indios. EL
cóndor se posa sobre el espejo observando mi cuerpo, que en baile epiléptico
boquea en busca de aire. Me conformo con la luz que emite el reflejo roto de
cualquiera de los pedazos de mi ira. Ni todo el oro de la entrañas de la tierra
puede asemejarse a la conquista de la tierra prometida, del conocimiento sin
causa aparente, del exilio del miedo o la ilusión de la vida eterna. El sol.
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