Fuera
del avión olía a grandeza. Un lugar demasiado grande para tomárselo
a la ligera y quitarle importancia. La vista de Barcelona formaba
burbujas de visión que se extendían y expandían por encima de los
tejados y los edificios. Barrios y más barrios unidos a corazón y
azulejo, en una maniática capacidad por conservar lo suyo pase lo
que pase, a expensas de una libertad que desamortiza a veces su
verdadero valor. Todo radicalismo asevera una falta concienzuda de
fe. Pero esta vez las voces y los rumores quedaron en humo. La
mitología y antecedentes a la causa de esta capital sin reino eran
demasiado grandes. Ni siquiera una mala publicidad podría arrancarle
las alas a esos pequeños San Jorges armados y en posición de
choque, alentados por la gloria y el aliento de dragón. Baluartes
medievales de un modernismo en conserva. Cada calle, cada gárgola,
cada plaza, cada iglesia... Barcelona es puro orgasmo a los ojos del
que sueña, y eso sentí al desembarcar y oír sus cantos de sirena.
Me atreví a inmiscuirme en su cuerpo, a bajar a sus raíles e
infiernos, y encontré un cálido agujero donde resguardarme de la
inclemencia del tiempo. Grazia frente a mí, bajo mis pies, con su
olor a ecológico y calmado. Calles de piedra zurzida, tatuadas en
contemporáneo, con bancos, tiendas, fruterías, altos hornos de la
dicha en el sorbo de encarecidas cervezas. Pero llegado el momento no
importaba demasiado. Llegaba a la torre señalada, princesa a
rescatar con melena al viento y un barril entero de buenas
intenciones. “Más te valdría que fuesen manzanas”, pensaba John
Long Silver, al verme abrir tanto la boca para sonreír sin motivo. Y
aún así me lanzé al foso de los cocodrilos. Recorrí cada jodida
calle de su esqueleto imperial sin sentimiento de cansancio, sin
hartazgo ni necesidad de parada. Me envolví los ojos en la historia
y los destellos de gloria, me encaminaron al paredón de la lógico y
aprendí. Como hacía tiempo que no hacía. Un Quijote hecho de
astillas, mordiendo el polvo de los cascos de su caballo, limando las
asperezas de sus herraduras. Sancho Panza, en cuerpo escuálido y
definido sosteniendo sobre sus hombros las palabras que yo iba
sacando por mi garganta. Dos frente a un destino árido, sólo dos
hechos uno, a pesar del cambio climático. Idas y venidas sin límite,
hasta volver al castillo. San Antoni entre llamas dio la bienvenida
al cuerpo de expedición, sus miradas eran hasta conocidas, prestada
la debida atención. Armaduras a los pies del sofá, sábanas a
revolver por el camino, y un sol que se nutría de cada una de sus
sombras. Así me quedé, a solas, esperando el fin del mundo mientras
el tiempo se pausaba en su atracción al vazío. Timbre, abren, cojo
aire; Pasos, cerca, huele a nuevo. Rizos, blanco, pecas y más
pecas... Labios cosidos a labios, bajo un chaparrón de diente y
saliva. Manos, que cogen manos, que sienten curvas, que abrazan
torsos, ropa que llueve hazia el suelo, muslos que aguantan lenguas,
cortas y largas uñas, vientre planos y agujeros. Mastico como
masticas, siento sin ánimo de zielo, me rijo por la lógica del
fénix, muero y renazco en tu cuerpo. Leones atragantados y hechos
hienas, sonriendo al destiempo del instante. Tan rápido como llegó
el otoño, y todas sus hojas cubrieron la madera del suelo, llegó el
invierno frío y portentoso y se llevó el calor, las llamas fatuas,
y hasta alguno de sus dragones. Me rindo a la ciudad, desde las
alturas, medio desnudo, pensativo, apretando la dentadura... Me
sumerjo en mí para encontrarme y no puedo más que sonreír.
Avenidas, moda en ciernes, multitudes de amarillos; lenguas propias y
extranjeras conectadas a un halo de sabor. Me quito la vida en ti,
Barcelona, me quedo mudo como cuando amaba, respetando esa situación
disconforme de permitir que transcurran los días con una hora de
vuelta. Ninguna guerra se ganó a contratiempo, de forma acelerada.
Ningún orgasmo tampoco. Ni debieran dejarse para luego. Cansado,
como siempre, con un techo donde urdir mis maldades, desheredado de
una tierra prometida; De su cobrizo rizo, de sus batallas ansiadas,
me dejé llevar por el fuego de una urbe desamurallada. Me dejé
llevar, poco a poco, ronco en nada, y conseguí ver que es quizás el
acto de valía para matar a la fiera lo único importante. Ni dragón
ni quien 'a prenda' a tocarme por la espalda, ni vestigios de
esperanzas, contenciosas y esperadas. Soy yo por los mares de Grazia,
por sus templos y sus vidas, en sus noches en familia, en sus noches
hondas y frías. A balcón por la mañana, café sólo, con azúcar,
y esperar que suenen fuerte las campanas. Catedrales, barrios altos,
policías en despliegue incierto, sensación a limpia calle,
sensaciones de contento. Todo se abre ante mí, se fraguan ideas,
hasta sueños, aún sin el cáliz de Cristo y su santa sangre. Seré
más perezedero, más carne cruda. No me siento en despliegue de
demonios, ni en malas artes, mala calma. Hoy por hoy es demasiado
pronto para casi todo, y aún así el sol sale como siempre. No haya
quejas.
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