jueves, 31 de julio de 2014

Café de Avellaneda

Una habitación con vistas
a un patio.
A ninguna parte
en particular.

El ambiente, cargado
del humo denso del tabaco
se deja iluminar débilmente
entre las cortinas
y las agrietadas persianas
por encima de la mesa.

Cristal en reflejo de ceniza.
Música de fondo.
Se agita el mundo
al otro lado de la ventana.
El viento sopla con aspereza.
Tropieza mi vista
sobre las baldosas blancas y negras,
que estáticas, acumulan polvo.

Una habitación,
un sueño.
Mobiliario en eterna migración,
resaca de independencia.
Sagrada soledad que reverbera
con cada sorbo de café.
Junto a la ventana.
A nadie.

Pequeño reducto de paz
donde las manos se aprietan
y los ojos se dan un baño 
de masas, mínimas,
mientras el corazón late
y la tarde se apresura.

Vivir dentro del recuerdo
de una sensación pasajera.
Grita un cielo despejado
en calidez circunfleja.
Suelto lo que sostenía
sobre la mesa.
Dejo de escribir,
mirando al patio
desde las alturas,
y me reduzco al mínimo
denominador común.

Quedo en silencio.
Cierro los ojos,
y huelo la primavera,
en pasado resplandor;
en memorias de una Geisha.
La taza a medio vaciar
fría, impertérrita
y el caliente recuerdo 
del primer sorbo,
frente al viento, me compensa.

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